Tú también has sido coleccionado
Mi padre es maestro de escuela. Antes de que terminen las clases, en su colegio suelen organizar una excursión al cine para los alumnos. Que yo sepa, no suelen ver películas especialmente educativas. Creo que simplemente les llevan porque, al precio que están las entradas hoy día, los niños tendrían que ahorrar la propina de tres o cuatro años para poder permitirse una.
La película se proyecta en la casa de la cultura. Cuando llega la hora, los niños salen de sus clases y forman en el patio, como un ejército de liliputienses, esperando a que se abra la verja. Los profesores se organizan para blindar la comitiva: uno delante, uno detrás, y otro infiltrado en el grupo (aunque lo delate su metro extra de longitud). Llega la hora, las puertas se abren y las columnas de críos son liberadas. Recorren el pueblo como frágiles culebras, serpenteando de calle en calle, enroscándose en cada esquina. Los coches que pasan por la carretera bajan de velocidad, sobre todo por precaución, pero también porque hace muchos años que no ven tanto crío junto y porque echan de menos formar parte de una culebra de niños.
Entonces es cuando ocurre: Los chavales empiezan a saludar con la mano a todo el mundo. Y la gente que se cruza, encantada de descubrir que se le dan bien los niños, les devuelve el saludo muy sonriente. Algunas personas toman entonces decisiones radicales, como engendrar un hijo o llevar a los que ya tiene a Disneylandia, pero... ¿nunca os habéis preguntado por qué nos saludan?
Un día, durante la excursión navideña, un niño le tiró de la manga a mi padre y, rebosante de satisfacción, exclamó:
-¡Ya me han devuelto el saludo cuarenta y cinco!
-¡Pues yo llevo cincuenta y dos! -gritó otro.
Así es, amigos míos; los niños nos coleccionan. No les caemos bien, ni quieren ser nuestros amigos: simplemente nos contabilizan y nos añaden al marcador de su extraña competición. Saludarían al mismísimo diablo si eso les diera un punto más.
Cuando lo descubrí, reconozco que me sentí un poco decepcionado. Decidí no volver a responder a los saludos, por mucho que agitasen sus manitas. Con el tiempo, sin embargo, me he ido ablandando. Es imposible no decir hola. Al menos intento contestar solo a los niños más canijos, feos y paliduchos, a los que apenas se atreven a levantar un poco los dedos con la mirada ceñuda. A esos pobres no les suele saludar nadie y pierden la competición todos los años. Siempre me ha caído mejor la gente que pierde.
En fin, no voy a deciros lo que tenéis que hacer. Sois libres de saludar o no, allá vosotros con vuestra conciencia. Me limito a advertir del verdadero espíritu materialista y competitivo de tal acto. La elección es vuestra.
Durante la última visita al cine, mientras toda la escuela cruzaba un paso de peatones, un viejecillo se le acercó a mi padre:
-Ya podía venir otra vez Herodes, ¿verdad? -murmuró, entre risitas, a la vez que apuntaba a los niños con la barbilla.
La Navidad inspira, en ocasiones, extrañas observaciones. Espero, al menos, que no se tratase del rencor causado por los falsos saludos.
(Porcentaje de realidad: 75%)
3 comentarios:
Joroba con el viejo!!parece que no le gustan los niños..jeje feliz año nuevo!
Pues yo no se si de pequeña saludaba o no...(era muy, corrijo, soy muy vergonzosa) pero si lo hacía juraría que no era para sumar puntos...
Ahora...las nuevas generaciones...ya se sabe. Todo cambia.
a mi los niños no me saludan...
mas bien se pegan a la pared y miran al suelo T_T
Publicar un comentario