lunes, 26 de marzo de 2007

Bicicletas, cables y un ataúd

El día de ayer fue muy completo (es lo que suele ocurrir cuando uno no estudia en todo el día). Nada más levantarme, vi el maravilloso sol brillando en la ventana, llenando de luz y alegría mi cuarto, y pensé...

-¡Mierda, se me olvidó cerrar la persiana!

Cerré la persiana y dormí un par de horas más (a mi el cambio de horario me la repanfinfla). Cuando volví a levantarme, abrí la persiana de nuevo y vi el maravilloso sol brillando en la ventana (otra vez) y pensé:

-¡Qué día más soleado! (Sí, soy bastante obvio).

Así que llamé a Lulú y a Roger y los tres nos fuimos a recorrer con las bicis la desembocadura del Guadalhorce. Es una especie de "mini-parque natural". Hay guardas para echarte la bronca si molestas a los pájaros, pero ha sido devorado por la ciudad hasta tal punto que es más fácil encontrar edificios que árboles.

Pero, si consigues hacer oídos sordos (y ojos ciegos), y te haces a la idea de que estás en el campo... ¡es un lugar precioso! Me sentía como deben de sentirse los que salen en la caja de las galletas Digestive, corriendo por un campo de trigo dorado. Y Lulú estaba preciosa en su bicicleta, con el pelo ondeando al viento y los pantalones de talle bajo haciendo de las suyas. Mmm, era todo tan idílico... exceptuando, claro está, cuando aquel estúpido pájaro le cagó a Lulú en la mano (se creen que pueden hacer lo que quieran por pertenecer a una especie protegida, grrr).

Bueno, y tampoco fue precisamente idílico...

El sillín.

El maldito sillín.

Mi pobre retaguardia me duele como si me hubieran empalado... Pero, no contentos con el dolor conseguido, Lulú y yo decidimos repetir la excursión por la tarde, esta vez acompañados de Lahermanadelulú y su sobrino. Puede que las secuelas sufridas por mi coxis sean ya irreparables. No sé quién diseñó ese sillín, pero está claro que no pertenece a mi especie. Yo creo que es un problema de incompatibilidad: intentar sentarse en él es como intentar enchufar un mp3 en la alcachofa de la ducha.

Después de comer, estuvimos echando una mano a Lahermanadelulú, que tenía que enviar un e-mail a un amigo. Quería despedirse poniendo “¡A ver si nos vemos en la piscina!”, aludiendo a que ambos se han apuntado a las mismas sesiones de natación. Sin embargo, había utilizado el “a ver” poco antes en el mismo texto, y no quería repetirse, así que todos nos pusimos a buscar un sinónimo. ¡Descubrimos que es imposible! Resulta que “a ver” es la expresión más sofisticada de toda la lengua castellana. La única forma que se nos ocurrió de dar a entender el mismo significado fue sustituir:

“A ver si nos vemos en la piscina. Un beso.”

por:

“Creo que es probable que nos encontremos en la piscina, y realmente deseo que eso ocurra, aunque es un deseo puramente amistoso, sin insinuaciones sexuales. Además, no tengo ninguna intención de quedar contigo formalmente para encontrarnos allí, porque no me apetece tanto verte, aunque pretendo seguir cayéndote bien. Un beso.”

Después de mucho meditarlo, decidió despedirse poniendo “Adiós”.

Por la noche, cené a toda velocidad y me fui a ayudar a mi primo Lucky a transportar su nuevo teclado desde el coche hasta su cuarto. ¡Había ido nada menos que a Toledo para comprárselo! Eso es amor por la música y lo demás son tonterías. La caja, que pesaba unos cincuenta kilos, tenía unas dimensiones y un aspecto que recordaban claramente a un ataúd de niño. Bueno, yo no digo nada. Si mi primo dice que es un teclado, pues es un teclado.

Y, para acabar el día, nos fuimos a echar una mano a Maya (que ahora es nuestra vecina): se le había parado el coche en mitad del pueblo. Allí fuimos Lucky y yo, con unos cables que me había prestado Lulú, para echarle unos voltiejos a la batería. En realidad no sabíamos si el problema estaba relacionado con la batería o no, pero nosotros practicamos la mecánica al estilo de los psiquiatras de los años cincuenta: todo lo arreglamos con electroshocks. Por desgracia, resultó muy evidente que la avería iba por otros derroteros, y no pudimos soltarle la descarga. Qué lástima, me habría encantado.

(Porcentaje de realidad: 93%)

jueves, 22 de marzo de 2007

La vida de los otros

Sigo buscando una sonrisa de repente en un bar,
una calada de algo que me pueda colocar,
una película que consiga hacerme llorar...

(Pereza, “Princesas”)

Yo pienso que las sonrisas de los bares son las peores, porque se deben más al alcohol que a las emociones profundas. Y tampoco fumo. Sin embargo, entiendo a este tío. ¿No tenéis la sensación de que todo se ha vuelto superficial y desleído? Las películas, las canciones, los libros... Pero, ¿es el mundo el qué ha cambiado, o mi propia percepción? Cuando un carnicero comprueba que su cuchillo ya no corta como antes, no se le ocurre pensar que las vacas se están volviendo más duras: supondrá que es su cuchillo el que se ha desafilado. Es de ingenuos creer que el mundo cambia más rápido que nosotros.

Una película que consiga hacerme llorar...

¿Y qué hacemos si no podemos cambiar de cuchillo? Llevando esta metáfora demasiado lejos, se me ocurren solo dos opciones: o lo afilas o buscas una carne más tierna. Yo me siento incapaz de afilar mi cuchillo, ya es demasiado tarde para recuperar la ingenuidad. Por eso, me decanto por la segunda opción: encontrar aquello que aún pueda conmoverme, esté donde esté.

Hoy he visto “La vida de los otros”. No ha conseguido hacerme llorar -porque no era su objetivo- pero creo que al cantante de Pereza le habría gustado. Os la recomiendo: “La vida de los otros” es el filete tierno que andaba buscando esta noche.

Y perdonad el color del texto, no pude contenerme. Si veis la película, me comprenderéis.

(Porcentaje de realidad: 100%)

miércoles, 14 de marzo de 2007

El péndulo

¿Quién cree en los fantasmas? Yo desde luego no, ni tampoco Lulú, ni mi primo Lucky Luke, ni siquiera Maya. Entonces, ¿por qué desencadenaron aquel terror ancestral los hechos transcurridos la noche del viernes? ¿Por qué no pudimos enfrentarnos a las incógnitas con la mente científica y lógica que nuestras respectivas formaciones académicas nos habían proporcionado?

Esa noche, Lulú y yo paseábamos por el pueblo -entregados a nuestro vicio secreto, los gusanitos- cuando nos encontramos casualmente con Maya, que se dirigía al piso que acababa de alquilar no muy lejos de mi casa. Decidimos acompañarla. Maya había quedado con mi primo Lucky Luke para enseñarle su nuevo hogar y, de paso, envolver (y esconder) algunos adornos dejados por la anterior inquilina. Nosotros tampoco habíamos visto todavía el piso, así que los cuatro nos reunimos a la entrada del edificio, y Maya nos condujo al interior.

Me gustó el piso de Maya, sobre todo el lugar en el que está situado y el enorme salón. Sin embargo, descubrimos que era un piso muy antiguo. Los muebles, los interruptores de la luz, las lámparas… todo tenía un aire vetusto y señorial, y nos recordó un poco a la casa de nuestras respectivas abuelas.

-¡Esto se arregla en cuanto metas todos los cuadros en un cajón! -dijimos a Maya. Y ella, no del todo convencida, asintió con la cabeza mientras abría la bolsa en la que había traído los plásticos para envolver.

-Sí -murmuró- pero lo peor no son los cuadros: estoy deseando quitar ese reloj de pared. Me da mal rollo. Además, está parado, no sirve para nada.

En efecto, el péndulo colgaba inmóvil.

Conseguimos contener la tentación de pasar el resto de la noche reventando las burbujitas de los plásticos y nos dispusimos a deshacernos de los viejos recuerdos. Lucky cogió el tranquillo enseguida. Antes de que nos diéramos cuenta, ya había envuelto todas las figuritas de payasos que había sobre el mueble-bar, los platos decorativos con imágenes victorianas que colgaban de las paredes, un florero, dos vasijas, los cojines y los posavasos. Entre todos, y con gran esfuerzo físico y mental, conseguimos detenerle antes de que envolviera los cubiertos y la taza del water… y estoy seguro de que, si le hubiéramos dejado a sus anchas, habría acabado envolviéndose a sí mismo, y convirtiéndose en una momia viviente, que perduraría eternamente en una esquina del salón, plastificado como Laura Palmer.

La primera sorpresa llegó cuando, simultáneamente, encontramos dos extraños adornos para envolver. Se hallaban en esquinas opuestas de la casa, pero ambos tenían un aspecto similar: parecían urnas para cenizas, como las que se usan en los crematorios. Una de ellas -la más grande- tenía un aspecto sobrio y resistente, podría decirse que “masculino”. La otra, por el contrario, parecía delicada, estaba cubierta de adornos y lazos, y era pequeña y de color rosa.

-¡Vaya! -exclamó Lulú-, ¡parece que acabamos de conocer a los últimos inquilinos!

A Maya no le hizo ninguna gracia. Cogió los recipientes y, tratando de parecer decidida, levantó la tapa. Estaban vacíos.

-¿Lo veis? -dijo-. Aquí no hay muertos, solo aire.

En ese momento nos dimos cuenta de que Lucky llevaba un rato muy quieto, observando fijamente la pared. Todos recorrimos lentamente la trayectoria de su mirada, temerosos de lo que sabíamos que encontraríamos al final:

El péndulo del reloj de pared estaba oscilando.

-¡Hace unos minutos estaba quieto! ¡Estoy seguro de que estaba quieto! -dijo Lucky.
-Es verdad, no se movía -murmuró Lulú con la voz temblorosa-. Maya lo dijo, ¿verdad que no se movía, Maya?

Maya se había sentado en una silla, y se tapaba los ojos para evitar echarse a llorar. En ese momento, Lulú la miró y exclamó:

-¿Y vas a quedarte a dormir aquí esta noche?

Lucky recorría la habitación con la mirada:

-¡Quién sabe dónde estarán las cenizas de las urnas! -Dijo- ¡quizá esparcidas por toda la casa!

Yo intenté hablar, pero fue imposible. Todo el mundo gritaba y tenía los ojos desorbitados. Maya andaba ya en la fase de negación, susurrando: “no, no, no, no…”, y adoptando poco a poco la posición fetal.

Decidí esperar un rato, hasta que se calmaran los ánimos. Supongo que me asaltó el recuerdo del libro que más me gustaba cuando era pequeño. Se llamaba “De Profesión, Fantasma”, y trataba sobre un niño al que contrataban en un viejo castillo para que simulara la existencia de un fantasma, y así atraer a los turistas. Siempre quise ser como aquel niño misterioso, que pululaba por la noche entre los pasadizos, agitando cadenas y encendiendo candelabros. Quizá por eso tardé tanto en confesar que yo, aburrido de envolver adornos, había abierto un poco la caja del reloj hacía unos momentos, y le había dado un toquecito al péndulo, para ver si aún funcionaba. Al fin y al cabo, ¿qué es la vida sin un poco de misterio?

(Porcentaje de realidad: 90%)

viernes, 9 de marzo de 2007

Ruines pensamientos

Yo estudiaba para ingeniero superior de telecomunicaciones (5 años) en Málaga, pero al final me rendí y me pasé a ingeniero técnico (3 años). Como muchos ya sabréis, la carrera de ingeniero de teleco en la Universidad de Málaga es una monstruosidad. Las listas de aprobados acostumbran a estar casi vacías, y los años que necesita un alumno medio para acabar crecen hasta convertirse en un despropósito. Yo era el alumno medio. Sin embargo, tuve un par de amigos en los primeros años especialmente espabilados y trabajadores, que finalmente lograron acabar la carrera en el plazo oficial.

El caso es que, de vez en cuando, me encuentro a algunos de esos amigos. Y me avergüenza mucho tener que reconocer que me aterran esos encuentros. Sacan lo peor de mi mismo. Los amigos de los que os hablo eran amables, simpáticos y buenos compañeros pero, cada vez que les veo, siento unas espantosas tentaciones de estrangularlos. Me dan envidia, y no soporto que hayan conseguido lo que yo no pude, en igualdad de condiciones.

Así es: yo me creía una buena persona y, sin embargo, he acabado teniendo los más rastreros pensamientos. No soy comprensivo, ni razonable, ni coherente. Mis sentimientos recorren todo el espectro de lo ruin. Por ejemplo, me haría muy feliz que las cosas les fueran peor.

De pequeño siempre pensé que sólo los malos eran capaces de desarrollar tales sentimientos. Sin embargo, ahora me resulta imposible verme a mi mismo como un villano. Me he autoconvencido de que no hay nada de malo en tener sentimientos crueles, mientras uno acabe actuando de la forma correcta.

¿Cuál es la moraleja de esta historia? ¿Qué la rectitud no está en los pensamientos, sino en los actos? ¿Que todos los villanos creen estar haciendo lo correcto?

Puede que, después de todo, no sea una cuestión de bondad o maldad. No creo ser más responsable de mis actos que de mis sentimientos. A lo mejor todo es culpa de la evolución de las especies: los individuos que sienten rabia contra los machos dominantes tienen más posibilidades de destronarlos, hacerse con las hembras y pasarse el resto de sus días copulando como locos.

Seguiré dándole vueltas. Al final encontraré una justificación para mis sucios sentimientos… una que me permita seguir creyendo que soy el héroe de esta historia.

Un abrazo, nos vemos en el lado oscuro.

(Porcentaje de realidad: 85%)

domingo, 4 de marzo de 2007

Madrid

El día 28, unos cuantos amigos fuimos a Madrid para ver el musical "hoy no me puedo levantar". En realidad, ver el musical no era mi plan inicial. Yo había previsto dedicar las vacaciones a una equilibrada combinación de siestas y pasión desenfrenada, aderezada con el toque romántico de una capital europea. Al final, Lulú y yo acabamos yendo al musical y haciendo turismo a la japonesa, y la verdad es que me lo pasé muy bien.

Nunca había visto un musical, y no me llamó mucho la atención. Supongo que se me encendió el gen protestón, que es un gen que llevamos todos los castellanos y que se activa cuando hay que bailar o cantar. Por otra parte, me pareció que el argumento era aburridillo y las canciones traídas por los pelos, y eché mucho de menos a Ana Torroja. Eso sí, los actores lo hacían de maravilla.

Pero la actuación que más me impactó no fue la que transcurría en el escenario. Estábamos en pleno escenón dramático, con el corazón sobrecogido, cuando sonó a todo volumen el teléfono móvil de la mujer que se sentaba detrás de mí. Me pareció que el actor protagonista -que estaba soltando su monólogo en ese momento- daba un respingo. El acomodador subió corriendo y echó una "bronca / consejo de guerra" a la mujer, al tiempo que le apuntaba la linterna a la cara con intención de derretírsela. Pero se ve que la mujer era de poco escrúpulo, porque dejó el móvil encendido y volvió a sonarle en la siguiente escena clave (también tenía puntería la tía). Entonces fue cuando se produjo el instante realmente sobrecogedor de la obra. Mi vecino de butaca se irguió fuera de si, miró a la mujer con los ojos encendidos y exclamó:

-¡Apaga ese p##o móvil!

El dramatismo de la escena, la rabia desencadenada por el sonido del teléfono, y aquellas poderosas palabras que rompían brutalmente el silencio del teatro, confluyeron en un solo instante. Se me sobrecogió el corazón. Sentí vergüenza, miedo, tristeza y pena, todo al mismo tiempo. Cuando, al final del musical, todo el mundo se levantó para aplaudir a los actores, yo me di la vuelta y aplaudí a mis dos vecinos.

Por lo demás, el viaje ha sido genial. Desayuno con churros y chocolate en Sol, café en el Starbucks, una foto en los leones del congreso y mucho, mucho metro. Vimos la exposición de Escher (me encanta ese tío), conocimos a algunas personas nuevas, sufrimos las obras por todas partes (¡en un restaurante había polvo de cemento en los cubiertos!), caminamos hasta destrozarnos los pies... Vivimos Madrid.

A la vuelta, casi perdemos el autobús. Llegamos a la Estación Sur en el último minuto, después de pasar a la carrera por la mitad de los metros de la ciudad. Cuando por fin logramos acomodarnos, el autobús arrancó y apagaron las luces. Lulú, me agarró la mano y no me soltó hasta que llegamos casa.

Por desgracia, mi salud no tuvo un viaje tan bueno como yo. En Madrid, sufrí tantos cambios de frío a calor que creí haberme enamorado de la ciudad. Luego resultó que solo era una cuestión de calefacciones mal reguladas, y mi gripe a medio curar aprovechó para regenerarse. Espero sobrevivir para el próximo post.

(Porcentaje de realidad: 97%)