lunes, 30 de julio de 2007

Debí nacer capricornio

Han tenido que pasar muchos días para que mi aterrorizada mente se atreviera a remover -una vez más- el asunto de la fiebre. Supongo que ahora que las sospechas han quedado por fin disipadas puedo deciros oficialmente que no me voy a morir.

El caso es que fui al médico. Lulú me acompañaba. Mi médico pasa consulta en un chalet muy antiguo, de techos altos, ambiente rancio y decoración vetusta. Algunos retratos de su célebre padre (otro médico de renombre) te observan ceñudos desde las paredes. Mal rollo de sitio…

Nos hizo pasar muy educadamente, y nos dio la mano a cada uno (por un momento pensé que a Lulú se la iba a besar). A mí, de entrada, se me puso el tono repelente, con las eses sobrepronunciadas, que me entra cuando intento parecer formal. Me pidió que le describiera los síntomas y así lo hice: fiebre. Solo fiebre. Se pasó media hora apuntando eso (el nombre científico de la fiebre debe de ser larguísimo). También le expliqué que habíamos estado en un camping cerca de la frontera de Cádiz, por si pudiera tener algo que ver. En ese momento dejó de escribir y me clavó la mirada. Me pareció que contenía la respiración y retrocedía un poco en su butaca.

-¿Han estado ustedes en el camping de San Roque? -exclamó-. ¿Ese en el que se ve una caravana en la montaña al acercarse por la carretera?

Lulú y yo nos miramos de reojo y descubrimos nuestras respectivas palideces. ¡Oh, dios mío, nuestro camping era el foco de una epidemia mortal, cuyas consecuencias habían llegado a los oídos de todos los médicos del país! Nos dimos la mano esperando la fatal revelación, pero el doctor solo dijo:

-Es un sitio precioso.

Y siguió escribiendo. Al cabo de un rato se detuvo y me preguntó:

-¿Ha estado usted en contacto con cabras?
-Pues no -contesté yo-. Pero bebí en una fuente, en Ronda, en la que no ponía que el agua fuera potable.
-Y en esa fuente… ¿vio usted cabras?
Miré a Lulú, y ella se encogió de hombros.
-Creo que no -dijo-, pero vi algunas vacas.

El doctor movió el bolígrafo en círculos, como diciendo “vacas, ¿a quién le importan las vacas?” y siguió escribiendo a toda velocidad. Lulú me hizo un gesto con la cabeza.

“Venga, díselo” susurró.

“Está bien, está bien”, le contesté yo con un movimiento de manos.

-No creo que sea importante pero… ayer me desperté con una araña enorme en la camiseta. He oído que hace poco murió alguien de una picadura de araña…

-¿La araña le mordió?
-Yo creo que no, pero a lo mejor mientras dormía…
-¿Vio usted excrementos de cabra en el camping?
-Pues no.

Siguió escribiendo un rato y después me hizo pasar a otra habitación en la que tenía una camilla y otros chismes de médicos. Me dio unos golpecitos en la cabeza (lo hace cada vez que voy, creo que intenta comprobar si sigue sonando a hueco), me pesó en una báscula y me miró la fiebre. Después volvimos al despacho.

-¿Ha estado usted cerca de la pista de hielo del pueblo? Ya sabe, por lo de la legionela…
-Últimamente solo una vez. Pasé por la calle de al lado hace unas semanas.
-¿Y ha tomado leche de cabra?
-No.
-¿Y algún derivado? ¿Queso de cabra?
-No sé… he comido el queso del Mercadona.

El doctor se rascó la barbilla.

-Está bien. No vuelva a beber en una fuente de un pueblo, ni siquiera cuando ponga que el agua es potable. Cómprese una botellita. Y vaya usted a hacerse unas radiografías para descartar la legionela. Buenas tardes.

“Mmm…” pensé “legionela, esa enfermedad mortal, ¡que guay!”

-Una preguntilla, solo por curiosidad -dijo Lulú-. ¿Qué tienen que ver las cabras?

Yo ya me había levantado y me disponía a marcharme. Para mí era muy evidente el porqué de las preguntas sobre cabras; pero me detuve a escuchar la respuesta, para asegurarme.

-Hay una enfermedad, cuyo único síntoma es la fiebre, que solo transmiten las cabras.

A la salida, Lulú me miró extrañada.

-No tenías curiosidad por lo de las cabras.
-Creía que intentaba averiguar por qué estoy como una chota.

Al día siguiente me hice las pruebas y resultó que no tenía legionela. Tampoco me ha dado por balar ni por pacer, así que el médico terminó por descartar la gripe caprina. En resumen: la próxima vez que me suba la fiebre, me voy a ver a mi abuela para que me de unas hierbas del pasmo. ¡Ea!

(Porcentaje de realidad: 92%)

miércoles, 18 de julio de 2007

La Tarantela

Parece ser que la fiebre ya se ha solucionado, aunque me temo que no puedo agradecérselo a los médicos. Supongo que hay que ir a verlos, por si acaso, pero la verdad es que la mitad de las veces, o no saben lo que tenemos, o no saben como se cura. ¿Sabíais que, por ejemplo, algo tan insignificante como las llagas de la boca no tiene tratamiento?

De todas formas, fui a mirarme lo de la fiebre. Lulú me insistió, porque había ciertos factores preocupantes. El día anterior al comienzo de los síntomas, habíamos regresado de un viajecito a un camping de Cádiz (para celebrar el final de los exámenes), en el que se habían producido dos situaciones potencialmente mortales:

En primer lugar, habíamos bebido agua en una fuente de Ronda -que más bien parecía un abrevadero-, en la que no sabíamos si el agua era potable. Es una práctica nada recomendable, pero no habíamos podido contenernos: El calor era tan agobiante que hasta las cigarras sonaban como si tuvieran la garganta reseca… ¡y aquel chorrillo salía tan fresquito y retozón! La única precaución que tomé fue acercarme a unos abuelos que había allí al lado y preguntarles si se podía beber.

-¿Ein? ¡hi aro! -contestó uno de ellos, que, en el idioma local, significa: “¿Perdón, cómo dice? Ah, desde luego, el agua es potable”.

Cuando ya habíamos sumergido todas las partes sumergibles de nuestros respectivos cuerpos, y habíamos bebido suficiente agua como para rellenar el aljibe de mi casa, nos dimos cuenta de que los dos viejecitos estaban muy sonrientes. Al pasar delante de ellos para marcharnos, uno exclamó:

-¡Está fresquita, eh! ¡Es que es una alegría!

En ese momento me acordé del extraño sentido del humor que gusta en los ambientes rurales españoles, y que Gila retrataba tan bien cuando decía: “sí que le matamos un hijo pero, ¡si no sabe aguantar una broma que se vaya del pueblo!”. Mis dudas sobre la potabilidad del agua se volvieron mucho más inquietantes.

Este hecho ya era digno de preocupación por sí solo, pero no era el único. No podemos olvidarnos de… LA CRIATURA.

Al levantarme a la mañana siguiente en la tienda de campaña, después de mis estiramientos y bostezos de rigor, me volví para saludar a Lulú.

-¡Sal de la tienda! -gritó ella.

Ya sé que mi aliento mañanero no es agua de rosas, pero aquello me pareció un poco excesivo.

-Pero…

-¡Tienes una araña en la camiseta! ¡Corre, sal, sal de la tienda! ¡No, no, no te toques! ¡Sal de la tienda, sal de la tienda! ¡Que SALGAS DE LA TIENDAAAAA!

Supongo que yo todavía estaba dormido porque, por más que me miraba, no veía a la araña por ningún lado. “¡Mujeres!” pensé, “¡cómo se pone por una arañita de nada!”

Así que abrí lentamente la cremallera, saqué una pierna de la tienda, luego la otra, esperé a que terminaran de crujirme todas las vértebras… si alguien ha descubierto la forma fácil de salir de una tienda de campaña, que me la explique.

-¡Pero sal de una vez, que se va a meter en los sacos! -insistía Lulú

-Ay, no te pongas así -dije-, que solo es una araña, que no me va a co… co… ¡Joder!

En ese instante descubrí a la criatura. Pero ya no estaba en mi camiseta, sino que se había mudado un poco más abajo. No le deseo a nadie la sensación de levantarte por la mañana y encontrarte una tarántula en los testículos. Por suerte, allí estaba la heroica Lulú para salvar mi entrepierna, armada con una chancla y sin miedo a utilizarla. Tomó carrerilla y lanzó una estocada fabulosa: potente, rápida y mortal. ¡Y casi le da a la araña! Casi… Pero no os preocupéis, al cuarto intento acertó (reconozco que hubo unos segundos en los que pensé en darle otra chancla a la araña para que intentara quitarme a Lulú de encima)

Finalmente conseguimos capturar a la Criatura en un tarro de salsa bolgnesa, y nos convertimos en un espectáculo ambulante, enseñando nuestra presa a todo el mundo por el camping (si nosotros no íbamos a dormir esa noche, los demás tampoco). He aquí un retrato del animalito. Os prometo que no es de goma:


A mí jamás se me habría pasado por la cabeza que una picadura de este bicho pudiera enfermarme. Yo creía que, en todo caso, me proporcionaría superpoderes arácnidos en los genitales, pero Lulú pensó que podía estar relacionado con la fiebre.

Sometido a tantos y tan graves factores de riesgo, y teniendo en cuenta que mi estado febril no estaba acompañado de dolor de garganta ni de ningún otro síntoma tranquilizador, Lulú me convenció para someterme a un examen médico. Lo que yo no me esperaba era que a mi médico se le fuera a ir tanto la pelota (seguramente debido a un excesivo consumo de capítulos de House). Al final iba a resultar que, en lugar de convertirme en el hombre araña, me iba a convertir en el hombre cobaya.

(continuará...)

(Porcentaje de realidad: 94%)

lunes, 9 de julio de 2007

Blade running

Las personas tendemos a creer que todos nuestros problemas se solucionarán en un día concreto, a una hora determinada. Nos gusta concentrar todas nuestras expectativas, como si la felicidad fuera una meta tangible y nítida, de la que solo nos separa una porción de tiempo. Puede ser la jubilación, las vacaciones o el día en el que tu amante deje por fin a su mujer. ¿Cómo es posible que nadie prevea lo que realmente ocurrirá cuando llegue ese día? ¿Es que la experiencia no sirve para nada? Las personas somos mentirosos muy hábiles, sobre todo cuando se trata de engañarnos a nosotros mismos. De alguna manera, conseguimos olvidar lo qué ocurrió la última vez que alcanzamos nuestros sueños: Nada. No ocurrió nada.

Aquí estoy yo, dándole al “refresh” del navegador, esperando que aparezca, de una vez por todas, la última nota de mi carrera. Esperaba sentirme… distinto... y así es, pero solo porque tengo fiebre.

“El final de una época, la frontera de lo desconocido” me repito mentalmente, intentando provocarme alguna reacción: un hormigueo en el estómago, un poco de excitación nerviosa, ¡algo! “Futuro” pienso, pero no es la palabra emocionante y evocadora que aparece en las novelas de ciencia ficción, sino una especie de cita con el dentista, enredada en decisiones y responsabilidades.

Me daré un plazo. Un día de estos se me encenderá una chispa en el dedo gordo del pie y echaré a correr por el pueblo gritando: “¡Libre, libre, libre!”. Quizá la gente no se equivoca tanto, después de todo. Quizá mí vida sí que va a ser perfecta a partir de hoy. A lo mejor solo necesito tiempo para asumirlo y algo que me baje la fiebre.

(Porcentaje de realidad 100%)