jueves, 31 de mayo de 2007

¡Vota a Cristo!

El fin de semana pasado tenía que estudiar para dos exámenes, terminar una relación de ejercicios y programar catorce métodos numéricos. Era imposible que me diera tiempo a todo, así que decidí hacer solamente lo que más urgía: irme con Lulú y mis amigos a una casa rural.

Para elegir un destino, estuvimos un buen rato dando vueltas y sopesando todas las opciones, hasta que nos dimos cuenta de que solo se nos había ocurrido una: Fuente de Piedra. La jefa de Maya le había recomendado poco tiempo antes una casa en aquel pueblecito. Como los jefes nunca mienten, hicimos caso y la alquilamos el fin de semana.

Las minivacaciones dieron para mucho. En concreto dieron para tres posts en este blog, de los que -de momento-, solo he escrito el título:

- “El octavo pasajero” ó “Un día en la vida de un muerto”

- ¡Vota a Cristo!

- “Flamencos: el Lago Ness de Fuente de Piedra”

Puesto que no me da tiempo para todo hoy (por alguna misteriosa razón se me ha acumulado el trabajo), tendré que conformarme con escribiros uno cortito:

¡Vota a Cristo!

Seguro que, ante este sugerente título, todos esperabais una implacable metáfora, o unas profundas reflexiones acerca de la política, la religión, la vida, el universo y todo lo demás. Pues no señores, me temo que se trata de algo mucho más literal: Cristo se presenta a las elecciones en Fuente de Piedra y pide tu voto.


Ante este hecho insólito solo se me ocurre preguntarme:

a) ¿No estaría más a su nivel presentarse para Jefe Supremo del Universo, en lugar de para alcalde de Fuente de Piedra?

b) Teniendo en cuenta la omnisciencia de Dios, ¿podemos seguir confiando en la confidencialidad del voto?

c) ¿Por qué Cristo tiene ahora esa cara de panoli, con lo guapo que salía en los crucifijos?

d) ¿Pero Dios no era del PP?

Por otro lado, tengo la impresión de que el eslogan “Vota a Cristo, lo mejor para nuestro pueblo”, no exprime lo suficiente el potencial del candidato. Aprovechando que teníamos mucho tiempo en la casa rural, estuvimos pensando algunos eslóganes más apropiados. Por ejemplo:

- Vota a Cristo: Es mejor que votar al diablo.
- Vota a Cristo... o irás al infierno (a mí éste me parece el más convincente).
- Vota a Cristo: La izquierda de Fuente de Piedra. La derecha de Dios.

Ni que decir tiene que, a pesar del eslogan original, Cristo ganó las pasadas elecciones municipales. De todas formas, si tenéis alguna otra sugerencia, dejádmela en los comentarios. Intentaré hacérsela llegar en mis oraciones.

(Porcentaje de realidad: 98%)

miércoles, 23 de mayo de 2007

Cosas de las que he estado seguro alguna vez y han resultado ser falsas

(Entre paréntesis, la fecha en la que descubrí que me equivocaba)

  1. Se dice "jarsey" y no "jersey" (1986).
  2. Los chococrispies serán mi comida favorita siempre (1989).
  3. Oliver y Benji será considerada algún día como la mejor serie de todos los tiempos (1993).
  4. La vida es justa (1995).
  5. Aprobaré el carné de conducir a la primera (1999).
  6. Es imposible que se llene mi disco duro de cuatro gigabytes (2000).
  7. De mayor tendré una casa en propiedad (2001).
  8. Al final, Mónica, de "Friends", conseguirá quedarse embarazada (2005).
  9. Lulú nunca se fijará en mí (2005).
  10. Puedo mantener el blog actualizado incluso en época de exámenes (2007).
(Porcentaje de realidad: 100%)

P.D.: Me duele en el alma (como una herida infectada y supurante) no poder actualizar el blog como es debido. Lo tendré muy complicado hasta finales de Junio. Prometo volver a publicar a un ritmo aceptable para entonces. Un abrazo y gracias por vuestra paciencia... si la tenéis. Si no, pues nada.

martes, 15 de mayo de 2007

Estoy en la parra

El domingo pasado tuve mi segunda boda. No, no me casé yo, sino la prima de Lulú. Aquí en Málaga la gente se pasa la vida de boda en boda y tiro por que me toca, pero a mí no me invitaban a una desde los siete años. Creo que hay personas con mi edad que han acudido a más bodas como novios que yo como invitado.

La cuestión es que me puse nervioso. Sí, ya sé que no era mi boda, pero también era un día importante para mí. Era la primera vez que me reunía con todos los parientes de Lulú. Iban a presentarme a muchas personas, y tenía que causar buena impresión. Me tenía que disfrazar de hombre adulto, con zapatos y americana, lo cual siempre me hace sentir muy avergonzado. Y, lo peor de todo: tenía que llevar a la familia de Lulú en el coche (incluyendo a su hermano, que es taxista). Creo que ya os he hablado alguna vez de mi fobia a llevar a gente en el coche. Cuando tenía dieciocho años estampé un cochecito de pedales contra un renault 19, y le destrocé la puerta. Yo llevaba de pasajeros a mis nuevos amigos (y amigas) universitarios, a los que quería impresionar. Desde entonces, me dan sudores cuando me toca hacer de chofer.

Por si fuera poco, la noche anterior el novio me había encargado el trabajo de DVD-jockey de la boda. Me había entregado un proyector y un reproductor de DVD, y me había pedido que los intentara hacer funcionar durante el banquete. Querían proyectar una especie de álbum fotográfico multimedia, que una amiga de los novios había preparado. Ni que decir tiene que yo no sé nada de DVD’s, ni de vídeos, ni de amplificadores de sonido, pero -como en toda buena película de enredo- decidí que lo mejor era no confesárselo a nadie y hacer el ridículo el día de la boda.

Andaba yo preocupado con estas tonterías, cuando la novia entró en la iglesia, con la marcha nupcial sonando de fondo. Intenté olvidarme del cada vez más inminente enfrentamiento con el DVD, y del hecho de que había conducido hasta allí como si tuviera noventa años y estuviera borracho. Tenía que comportarme como un hombre hecho y derecho, que Lulú viera que soy un novio todo-terreno y que me puede llevar también a las reuniones de los mayores. No tuve mucho éxito.

Para empezar, estaba tan embobado que se me olvidó que ahora soy ateo y me santigüé cuando el cura lo mandó. Eso no contribuyó demasiado a mejorar mis nervios, y añadió un toque de culpabilidad (santiguarse para un ateo es pecado mortal). Lo estaba aceptando cuando comenzó la lectura del salmo responsorial. ¡Oh, desafortunado destino!... ¿Por qué? ¿Por qué tuvieron que elegir aquel pasaje?

...Comerás del fruto de tu trabajo,
serás dichoso, te irá bien.
Tu mujer, como parra fecunda,
en medio de tu casa...

Claro, después de darle muchas vueltas caí en la cuenta de que había dicho parra fecunda. Pero lo que yo entendí en aquel momento fue: ...Tu mujer, como perra fecunda...

En fin, una frase desafortunada, combinada con los nervios, tiene fatales resultados: me dio un ataque de risa. Juro que hice lo que pude por contenerlo. Me mordí la lengua, me clavé las uñas y hasta intenté imaginarme a mis padres muriéndose en un accidente de tráfico (en el que yo conducía). No sirvió para nada. Ahora, toda la familia de Lulú debe de pensar que soy idiota... y no andan muy desencaminados.

Después de mucho esfuerzo, conseguí contener la risa lo suficiente como para darle una explicación a la hermana de Lulú.

-Ji, ji, Perdona -susurré-, es que ji, ji, cuando ha dicho ji, ji, ji, ji, parra fecunda, ji, ji, ji yo he entendido ji, ji, ji, ji, ji, ji, ji, ji, yo he entendido ji, ji, ji, perdona, ya, ya... ji, ji, yo he entendido perra fecunda, ji, ji, ji, ji, ji, ji, ji, ji, ji, ji, ji.

La hermana de Lulú asintió despacio.

-Ya decía yo que no podía ser... -murmuró-. Yo había entendido guarra fecunda.

En fin, al menos en las bodas españolas no se dice aquello de “si alguien conoce alguna razón por la que este hombre y esta mujer no deban unirse...” Seguro que mi estrepitosa carcajada habría coincidido exactamente con ese instante.

(Porcentaje de realidad: 94%)

P.D. Lo del DVD salió muy bien. Mi eterno agradecimiento al verdadero disc-jockey del hotel, que se apiadó de mi alma y me explicó que el cable rojo va en la clavija roja, y el cable amarillo, en la clavija amarilla.

martes, 8 de mayo de 2007

¿Tú sabes como se llama salchicha en España?

Ya sé lo que quiero ser de mayor. De pequeño quería ser granjero, hasta que me enteré de para qué se alimentaba a los animales en las granjas. Por entonces pensaba que las granjas eran una especie de parque de atracciones para cerditos. Cuando descubrí que en realidad se parecían más a campos de concentración, me replanteé mis opciones y decidí que quería ser veterinario. ¡Alguien que curaba a los animales no podía ser malo! Entonces me explicaron que los veterinarios se dedican a ir a las granjas para dar el visto bueno a la ejecución de los cerditos. Ser el cómplice de guante blanco en semejante barbarie tampoco era lo que yo había soñado. Poco después, a alguien se le escapó que Santa Klaus eran los padres, y mi comprensión del verdadero funcionamiento del mundo se hizo total. Había descubierto la realidad: que no hay cuchara y que, aunque la hubiera, seguramente alguien la usaría para matar cerditos. Dejé de escribir a Santa Klaus y juré no comer nunca carne de cerdo (me limitaría a los choco-crispies y a las salchichas Oscar Mayer que, como todo el mundo sabía, crecían en las baldas de los supermercados).

Al mismo tiempo, desapareció de mi mente todo indicio de ambición: de mayor no quería ser nada. El trabajo por el que yo sentía vocación (jefe de un parque de atracciones para cerditos) no existía, así que cualquier otro trabajo sería una segunda opción, sin ningún interés. Con esta indiferencia existencial llegué hasta la edad adulta. O, mejor dicho: hasta el domingo pasado.

Mi amiga Maya es medio alemana (bueno, solo es medio alemana en los gustos gastronómicos; para todo lo demás es solo un 15% alemana, según ella). Por eso, el domingo se le ocurrió llevarnos a un bar de alemanes, en el que ponen la mejor salchicha con chucrut (sauerkraut, para los puristas) de la zona. Puesto que la salchicha no es incompatible con mis creencias alimenticias, me pareció una idea estupenda.

Cuando llegamos, descubrimos que éramos los únicos españoles. Mejor: la inmersión cultural sería más auténtica. Nada más sentarnos, apareció el dueño del bar. En realidad, noté que se nos había acercado porque su sombra, proyectada sobre la mesa, nos había sumido en una inquietante semipenumbra. Extrañado, giré la cabeza y me encontré su inmensa figura. Era un alemán enorme, alto y gordo, curtido, rubicundo y con la piel de color rojo brillante, por tanta cerveza. Acojonaba un poco, para entendernos. Le pedimos las bebidas y él tomó nota muy educadamente. Ya se marchaba cuando Maya le preguntó por las salchichas. En ese momento su rostro se iluminó (más todavía):

-¡Querrrréis salchichaaags! ¡Tengo salchichaaags muy buenas, traigo de AAAlemania, aquí no poderrrrr compraharrr!

En ese momento, viendo su sonrisa y escuchando las voces de felicidad que pegaba, comprendí que la mejor forma de hacerse amigo de un alemán es pedirle una salchicha. El hombre vino con nuestras raciones, y dejó un tubo de mostaza en la mesa. Sí, habéis oído bien: la mostaza venía en un tubo de metal, como los que antes se usaban para la pasta de dientes. A mí aquello me pareció poco menos que una reliquia del otro lado del telón de acero.

-¡Aquí téeeeneis mogssstaza! -exclamó, como si nos estuviera haciendo partícipes de un misterioso honor ancestral.
Hay que reconocer que estaba todo buenísimo. Sin embargo, la mostaza de verdad no es apta para paladares desacostumbrados: sabe a pintura plástica. Es así, es un hecho objetivo. Ya sé que hay mucha gente a la que le parece deliciosa (A Lulú, por ejemplo)... en fin, a algunos les gusta esnifar pegamento y a otros comer pintura, no hay nada de que avergonzarse. Maya debía de opinar como yo, porque levantó el dedo y llamó al jefe.

-Perdone, ¿tienen mostaza dulce?

Repentinamente, el entrecejo del alemán se arrugó y las venas de la frente se le inflamaron:

-¡Mostaza dulce serrr parrrrra marrricones del surrrr! -gritó.

Nos quedamos atónitos. Se refería al sur de Alemania, pero Maya se enfureció igualmente:

-Oiga, ¡que mi madre es del sur de Alemania!

-Bueno -repuso el jefe-: ¡nadie es perrrrfecto!

Desde ese momento, la comida se convirtió en un show. Cada cinco minutos, el alemán se nos acercaba, decía alguna burrada y se marchaba entre risotadas. Cuando se dirigía a una chica la llamaba “rubia” (aunque ninguna lo era). A mi amigo Casimiro y a mí, nos ponía la mano en el hombro, y parecía que nos hubieran echado encima un trono de Semana Santa. En una de las ocasiones se me acercó y me preguntó:

-¿Tú sabes cómo se llama salchicha en España?

Me encogí de hombros, pensando que debía de tratarse de una pregunta trampa. Entonces, el alemán enseñó todos los dientes y exclamó:

-¡En Alegggmania salchicha se llama “Sueño de mujjjjerrr”!

De la risa que me dio, escupí un trozo de chucrut en la mesa (nos habían puesto tres posavasos por cabeza, pero no acerté en ninguno). Al jefe le gustó mi amable gesto de apreciación hacia su sentido del humor, y me dio una palmada en el hombro que casi me descalabra. Lulú, a mi lado, se moría de risa.

Como os iba diciendo, lo tengo decidido: Yo de mayor quiero ser alemán.

(Porcentaje de realidad: 98%)

jueves, 3 de mayo de 2007

Salero andaluz

Desde tiempos inmemoriales, los hombres han luchado por el control de la sal. Antiguamente, la gente se mataba por la sal, igual que ahora hacen por el petróleo o por los zapatos en las rebajas. La historia está llena de ejemplos: La guerra de la sal de Perugia, que enfrentó a la ciudad italiana con las fuerzas del Papa Paolo III... Los ataques de los corsarios holandeses a la costa caribeña, para hacerse con la explotación de las salinas... La famosa marcha de la sal de Gandhi que desembocaría en la salida de los británicos de la India... Y las batallas de la sal, en mi casa, a la hora de comer.

El asunto comenzó hace muchos, muchos años. El viejo -y amado por todos- salero de cerámica se rompió. Entonces mi padre compró uno de esos botes de sal Ybarra, que sirven también como salero, para salir del paso. El triste salero cutre, que empezó siendo una solución provisional, acabó convirtiéndose en una entrañable pieza familiar. Le cogimos cariño con los años, sobre todo mi padre, que lo rellenaba cada dos meses con la ternura de quien le cambia los pañales a su retoño.

Pero claro, mi madre (que a veces tiene venadas al más puro estilo de Bree, en “Mujeres Desesperadas”) decidió un día que aquello ya había ido demasiado lejos. Hay que reconocer que el envase/salero de Ybarra, que no estaba preparado para soportar el paso de los años, había degenerado en una cosa desgastada y sucia (aunque más tarde mi padre demostraría que no se trataba de suciedad, sino de una inofensiva corrupción cromática del plástico).

Por eso mi madre decidió comprar un nuevo salero. Uno que fuera moderno, elegante y que hiciera juego con las cortinas. La batalla había comenzado.

Mi padre sostiene que el nuevo salero tienes los agujeros demasiado grandes, que no se puede controlar la sal que echa, y que no piensa usarlo jamás.

Mi madre sostiene que el viejo salero es horrible, que da asco y que preferiría cortarse las manos antes que tocarlo.

Las posiciones son irreconciliables. Ahora somos la única familia que pone todos los días dos saleros en la mesa (el viejo bien escondido detrás de la jarra del agua, para que no le amargue la comida a mi madre). Cada vez que tengo que aliñar la ensalada, la tensión crece. ¿Qué salero escojo? Elija el que elija, mi opción podría ser interpretada como un acto de traición y confabulación con el enemigo. Al final, prefiero dejar la comida sosa.

Los médicos aconsejan no poner el salero en la mesa, para evitar abusar de la sal. Yo creo que lo mejor es poner dos.

Por suerte, la batalla de la sal aún no ha trascendido a otros aspectos de la vida familiar. Mis padres se llevan muy bien, pero estoy preocupado: también los perugianos se llevaban bien con el papa Paolo III.


(Porcentaje de realidad: 92%)