Por favor, abra la boca y diga ¡aaaaahhhhh!
A ver que tal sale este experimento. Podéis escuchar el post de hoy pulsando “play”. El que prefiera los métodos tradicionales -o el que no entienda un pijo-, puede leer el mismo texto a continuación. Por cierto, lo he leído yo pero he distorsionado la voz (mi verdadera voz es infinitamente más varonil, seductora y aterciopelada... espero).
medico.mp3 |
Ayer tuve que ir al médico. Mi padre es maestro, por lo que tiene un seguro distinto a la seguridad social, que me sigue cubriendo mientras no de un palo al agua. A mi médico de cabecera habitual le dio por el mundo de la farándula (creo que ahora sale en un programa de canal sur, recomendando friegas a los jubilados y cosas por el estilo), así que me he tenido que buscar otro. Ayer fui a ver al nuevo por primera vez.
El caso es que estaba cansado de que, en la consulta del otro médico, todo el mundo siguiera tratándome igual que cuando me conocieron (es decir, igual que cuando tenía nueve años). En cuanto me abrían la puerta, tenía que escuchar a la enfermera gritando:
“Uy, ¡que mayor estás!, ¡qué voz se te ha puesto!, ¿has crecido?”
¡Pues no, señora, no he crecido desde hace siete años y medio! Estaba claro que ya era hora de cambiar de consulta y empezar con una en la que la enfermera nunca me hubiera visto el culo. Con el nuevo médico todo sería adulto y formal, una relación de igual a igual. Solo tenía que comportarme como lo que soy: mayor.
Por desgracia, si somos realistas, aún había cierto riesgo. Voy para los treinta, pero todavía puedo parecer un crío si me descuido. Tenía que ser adulto incluso al llamar para pedir hora (la primera impresión no significa nada, pero todo el mundo cree que sí). Así que dije:
“Hola, buenas tardes, desearía solicitar una cita para mañana por la tarde, si es posible… oh, claro, desde luego… espere que consulte mi agenda, por favor… sí, las siete y media me viene perfecto, gracias”.
Ahora ya solo me faltaba llamar de verdad por teléfono y decírselo a la enfermera. Marqué el número, espere y… nada. Volví a marcar al cabo de unos minutos, y también a la hora y a las dos horas. No hubo suerte. No me quedó otro remedio que encargarle a mi madre que hiciera ella la llamada al día siguiente (yo tenía que ir a un laboratorio en la escuela). Mal comienzo.
Me dieron hora a las ocho menos diez, y llegué puntual. Me abrió una enfermera guiri muy simpática y me hizo sentar en la sala de espera, que estaba hasta arriba de señoras con pinta de maruja. Se me olvidó saludar… ya la estaba fastidiando: los adultos saludan.
Y entonces, cuando pensaba que lo tenía todo más o menos controlado, llegó el dilema fatídico. Todas las revistas que había sobre la mesa eran números del “Hola”. Todas excepto una: un precioso cómic del Capitan Trueno.
Miré a las marujas, y ellas me miraron a mí. Empecé a notar los sudores. Repasé el montón de revistas en busca de una vía de escape: un “Muy Interesante”, un Teleprograma, las instrucciones del aire acondicionado, ¡cualquier cosa! No hubo suerte: solo “Holas” y el Capitán Trueno. “Puedo sobrevivir sin leer nada” me dije. Pero los minutos pasaban, la espera se hacía larga y las apasionantes aventuras del Capitán seguían llamándome desde la mesita.
-¡Ventrílocuooooo! ¡Ventrílocuooooo! ¡Míiiiiranos! ¡Somos una historieta seria! ¡Somos casi casi para adultos!
-¡Explicádselo vosotras a estas marujas! -les contesté yo de mala gana.
-Eres más alto que ellas, tienes barba, arrugas en la frente, un carné de conducir de cartulina y la voz como un leñador. ¡Está claro que eres mayor! Mira nuestros dibujitos, corazón, léenos, sé tú mismo...
No podía resistirlo. Noté como la mano se me iba hacia la mesita. Ya la tenía a medio camino...
De pronto la enfermera se levantó de su escritorio y, desde el otro lado de la consulta, me gritó:
-Tu madre me dijo que vuestro seguro era “Caser”, ¿verdad?
Todas las marujas se volvieron hacia mí y me dedicaron una sonrisa de madraza. En fin. ¿Cuántos médicos más habrá en mi pueblo?
(Porcentaje de realidad: 88%)