[...] Una noche, a principios de 1963, recuerdo haber estado en una de aquellas monumentales salas de cine parisinas -que sobrepoblaban los Champs Elysées desde los años dorados- viendo la última película de Orson Welles: “El Proceso”. La cinta estaba basada en la novela de Franz Kafka del mismo nombre. Kafka es para mí un ejemplo de genialidad, quizá el mejor escritor de todos los tiempos. Confieso que siempre he sentido hacia él una profunda envidia, que es, en mi opinión, la única forma sincera de admiración entre escritores. Yo quería haber escrito “El Proceso”, y también “La Metamorfosis”, y sobre todo aquel cuentecito insignificante que se titulaba “Un Artista del Hambre”. Por desgracia, los escribió él primero, y eso ya no tiene arreglo.
Recuerdo que, al salir del cine, habiendo terminado y publicado recientemente mi última basura (que se convertiría en un best-seller durante las siguientes semanas), me asaltó mi viejo sueño adolescente de intentar escribir una novela de Kafka… o, mejor dicho, algo que pasara por la traducción de una novela de Kafka, puesto que mi dominio del alemán se reducía a las dos docenas de espantosas palabras que había aprendido veinte años antes, en un campo de prisioneros de Arnhem.
Como decía, desde que contaba solo dieciséis o diecisiete años, me había propuesto escribir una obra "al estilo de Kafka". Pensaba que si era capaz de escribir un libro que pareciera salido de las manos de aquel maldito austrohúngaro, si lograba engañar a todo el mundo y hacerles creer que el libro no era mío sino suyo, solo en ese caso habría alcanzado el -por entonces- objetivo de mi vida: ser tan bueno como él.
En realidad, la película que vi en París no alcanzaba la calidad de la novela (ninguna película podría hacerlo), pero había escenas muy logradas, que avivaron en mí el antiguo proyecto. Me tomé tan en serio mi resolución que decidí alquilar un pequeño apartamento en la Bohemia checoslovaca, en un pueblo cercano a Praga -la ciudad en la que él vivió-. La verdad, no habría sido necesario tan absurdo intento de inmersión cultural, porque apenas abandoné mi habitación durante los tres meses que dediqué a la novela. En un principio me había propuesto recorrer el país, memorizar las calles de la capital, mezclarme con los nativos… Pero en seguida comprendí que, si quería calcar la mente de Kafka sobre la mía, la soledad y la claustrofobia de mi diminuta habitación de alquiler resultarían mucho más estimulantes que cualquier visita turística.
Me arriesgo a parecer presuntuoso, y aceptaré como válida la opinión de cualquiera que me crea equivocado, pero lo cierto es que pienso que alcancé mi objetivo. Mi novela se llamaba “La Montaña”, y su protagonista se apellidaba "K" (como no podía ser de otra manera). Tenía el estilo, las frases, las imágenes recurrentes de Kafka… y después de haber leído y releído sus escritos una y otra vez, estoy convencido de que también tenía su espíritu. En realidad, no había resultado tan difícil. En cuanto terminé el escrito, comprendí que igualar a un genio no consiste en imitar su obra, sino en escribir una obra tan diferente como la suya.
A pesar de mis conclusiones, continué con el experimento, y permití leer la novela a algunos colegas -buenos escritores y editores- cuya confidencialidad estaba garantizada por los años y las deudas de la amistad. Logré engañarlos, lo conseguí. Aceptaron mi historia cuando les expliqué que aquella novela pertenecía a los textos que la gestapo había confiscado a Dora Diamant (la última amante de Kafka, que había sido incapaz de completar el deseo póstumo del escritor de destruir todos sus borradores). Les dije que el original se había perdido, y que solo se conservaba aquella traducción al inglés, realizada por un espía británico en 1944. Mi obra resultaba tan puramente Kafkiana, que ni siquiera aquella descabellada coartada supuso un problema para su credulidad.
“¿Por qué nadie sabe nada de ese libro?” se estarán preguntando ustedes. Había tomado la decisión de publicarlo pero, cuando me encontraba a punto de entregárselo a mi editor, comprendí que Kafka jamás habría hecho tal cosa. Lo habría guardado en un cajón, sin escribir el final deliberadamente para que nadie pudiera publicarlo. Y le habría pedido a su amigo Max Brod y a su querida Dora que lo quemaran todo cuando su corta y miserable vida llegase a su fin (probablemente, con la secreta esperanza de que no le obedecieran).
Así es que guardé la novela en la mesita del dormitorio de mi pequeña mansión andaluza, y aún sigue allí. No se preocupen: he dado órdenes a mis mejores amigos de que sea destruida en cuanto yo pase a mejor vida. Si son ustedes más jóvenes que yo, y tienen paciencia, es probable que acabe llegando a sus manos un ejemplar de bolsillo, a un precio muy asequible.
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